01/04/2021 Jueves Santo (Jn 13, 1-15)

Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que llegaba la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.

Hasta el extremo. No porque se lo mereciesen. Uno le entrega, otro le niega, todos le abandonan. Precisamente ahí resplandece la exuberancia de la gratuidad de su amor: La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros (Rm 5, 8). En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados (1 Jn 4, 10). En verdad, ese amor es nuestra única garantía de salvación; única y plena y absoluta garantía de salvación.

Le dice Pedro: No me lavarás los pies jamás. Jesús le respondió: Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo.

Todavía no ha cantado el gallo. Todavía no ha llorado Pedro. Todavía no ha comprendido que debe permitirle a Él ser Él. En el gesto de lavar los pies de los discípulos Jesús retrata su identidad y su misión. Se despoja de su rango, se arrodilla ante nosotros, nos limpia eliminando nuestra soberbia, nos hace capaces de Dios.

A Pedro, y a nosotros, nos gustaría un Jesús sentado; mejor en un trono que en una silla. Nunca en la cruz. Nos gustaría que nos diese la oportunidad de lavarle los pies ofreciéndole reparaciones y desagravios. Pero Él prefiere que aprendamos a disfrutar gozosos y agradecidos del Don de Dios.

Jesús hizo comprender a Pedro que para entrar en el Reino de los Cielos debemos dejar que el Señor nos sirva, que el Siervo de Dios sea nuestro siervo. Esto es difícil de entender. Si no dejo que el Señor me lave, me haga crecer, me perdone, no entraré en el Reino de los Cielos (Papa Francisco).

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