02/02/2021 Presentación del Señor (Lc 2, 22-40)

Cuando se cumplieron los días en que debían purificarse, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor.

José y María llevan al niño al templo para consagrarlo a Dios, tal como prescribe la ley de Moisés. El rito reconoce que el niño es un don que Dios pone en manos de los padres para cuidarlo con esmero.

Esta es la fiesta del encuentro entre la novedad del Niño y la tradición del templo, entre la promesa y su cumplimiento, entre los jóvenes María y José y los ancianos Simeón y Ana. Todo se encuentra en Jesús. El encuentro será pleno cuando, en la plenitud de los tiempos todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra (Ef 1, 10).

Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de Él.

María y José son personas de fe, como nosotros. Se admiran y se sorprenden de lo que Simeón y Ana dicen de su niño. Dios actúa a través de personas y sucesos que nos descorren poco a poco el velo del misterio. Así sucede de nuevo doce años después. ¿Por qué Dios no fue más claro con ellos? ¿Por qué no es más claro con nosotros? Porque el camino en este mundo es un camino de fe, de confiar. La fe hace que acojamos serenamente lo que la vida nos depara; también lo más inesperado o lo más decepcionante.

Con Simeón, acogemos en los brazos de nuestra fe a Jesús, el sol que nace de lo alto. Con Simeón cantamos el himno de agradecimiento por hacernos capaces de participar en la herencia de los santos en la luz (Col 1, 12).

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