02/04/2024 Martes de la Octava de Pascua (Jn 20, 11-18)

Estaba María junto al sepulcro, fuera, llorando.

La muerte de Jesús en la cruz fue un golpe tremendo para todos los discípulos; sus sueños saltaron por los aires. Pero no solo eso; llegaron a temer que las autoridades judías viniesen a por ellos. Así que se encerraron en el cenáculo. Pero no todos. María Magdalena, para quien nada, ni siquiera su propia vida, tenía sentido sin Jesús, se había acercado al sepulcro en la mañana del domingo, cuando todavía estaba oscuro.

María quiere mucho a Jesús, pero le busca donde no está: entre los muertos. En el corazón hay mucho calor, pero falta la luz: todavía estaba oscuro. Ni siquiera los dos ángeles consiguen hacerle recordar lo dicho por Jesús sobre su resurrección. María quiere mucho a Jesús, pero cuando lo tiene delante no le reconoce; necesita oírle pronunciando su nombre. Y cuando oye su nombre, ella se vuelve. Es necesario volverse: para no dejarnos atrapar por nuestras miserias, para poner los ojos solo en Él.

María es un buen retrato de todos los que buscamos al Señor. La búsqueda comienza cuando todavía está oscuro; cuando brilla poco la luz de la fe. Aspiramos a verlo, a tocarlo, a sentirlo. Pero cuando lo tenemos a nuestro alcance nos dice: Deja de tocarme…; vete a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi dios y vuestro Dios. Comienza la nueva relación. La relación en fe pura y desnuda. La relación que se centrará más en los prójimos que en Él. La relación en la que importa poco lo que sintamos, e importa mucho emprender la misión que Él nos confía. Porque, si creyentes de verdad, tenemos que narrar en primera persona nuestro encuentro con el Señor.

    4