05/04/2024 Viernes de la Octava de Pascua (Jn 21, 1-14)

Después se apareció Jesús de nuevo a los discípulos junto al lago de Tiberíades.

De nuevo. Ahora con muchos detalles especialmente significativos: la aparición no tiene lugar en lugar cerrado, sino en campo abierto; no en Jerusalén, sino en Galilea. Y solamente son siete los agraciados (recordemos que la cifra siete representa la universalidad). Además:

Aquella noche no pescaron nada. Siendo la noche el mejor momento para pescar, no consiguen nada ya que el Señor no está con ellos; aunque, cuando cunde el desánimo, Jesús está cerca.

Echad las redes a la derecha de la barca y encontraréis. Como los discípulos de Emaús, tampoco éstos reconocen a Jesús; pero le escuchan y su palabra es eficaz. Lo que la pericia humana no consigue, lo consigue su Palabra: La echaron y no podían arrastrarla por la abundancia de peces.

Es el Señor. De nuevo Pedro y Juan, Juan y Pedro. Juan, el carisma, llega antes al sepulcro y al reconocimiento; Pedro, la autoridad, llega más tarde. Los dos siempre juntos, a pesar de las tensiones que se susciten entre ellos a lo largo de los siglos. Los dos, representando a los creyentes, hacen suyas las tres palabras: ES EL SEÑOR. Son palabras que salvan y liberan de toda servidumbre. Porque si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás (Rm 10, 9).

Contemplamos la escena y rumiamos las tres palabras de Juan. Calibramos también hasta qué punto nos identificamos con Juan o con Pedro. ¿O quizá nos vemos mejor representados en los otros cinco que se quedaron en la barca remolcando la red con los peces?

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