05/08/2020 Miércoles 18 (Mt 15, 21-28)

Saliendo de allí, Jesús se retiró hacia la región de Tiro y de Sidón.

Saliendo de allí; posiblemente cansado de tanta discusión con los fariseos sobre el valor de las tradiciones. Como todos nosotros, también Jesús habría preferido una vida libre de discordias y conflictos. Especialmente si se trata de desavenencias con las autoridades religiosas y con la gente más piadosa. Jesús, como todos, necesita desconectar y oxigenarse; y se retira a territorio pagano.

Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo.

Situación incómoda para Jesús. Había dicho a sus discípulos: No toméis camino de gentiles; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel (Mt 10, 6). Ahora le cuesta reaccionar: Él no le respondió palabra. Pero la dramática realidad de aquella mujer hace mella en Jesús. Su dignidad, su sufrimiento, la terquedad y la autenticidad que ella muestra en su conciencia de que la Buena Noticia no puede ser monopolizada por ninguna cultura ni religión ni sexo, sino que pertenece a todos, le amplía su visión de la realidad (Papa Francisco).

Entonces Jesús le respondió: Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas. Y desde aquel momento quedó curada su hija.

Jesús podía haber alabado muchas cosas en aquella mujer: su inteligencia, su sagacidad, su obstinación… Pero alaba solamente su fe. No hay cosa que conmueva tanto a Jesús como la fe y la confianza. No le interesan las posibles carencias morales de aquella mujer. ¿Era, quizá, una madre soltera? Le basta la fe; la fe junto con la identificación de la mujer con su hija. Todo lo demás le sobra.

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