08/03/2021 Lunes 3º de Cuaresma (Lc 4, 24-30)

Os aseguro que ningún profeta es aceptado en su patria.

Es sábado. Jesús ocupa el estrado de la sinagoga de Nazaret, donde se había criado. Se ofrece para hacer la lectura; el encargado pone en sus manos el rollo de Isaías. Escoge un texto y lo lee de pie. Luego, ya sentado, lo comenta a sus paisanos. Sus palabras son como un manifiesto electoral. No pretende complacer. Se aplica el texto de Isaías a sí mismo, y proclama su identidad y su misión, tal como había escuchado en el Jordán: Tú eres mi Hijo; yo hoy te he engendrado (Lc 3, 22). A sus paisanos les suena a blasfemia el que uno como ellos se atreva a decir que en Él se cumplen las esperanzas seculares del pueblo de Israel. ¡Imposible! Creen conocerle suficientemente bien. El mitin concluye con un intento de linchamiento: le llevaron a una altura escarpada del monte sobre el cual estaba edifica su ciudad para despeñarle. Es un anticipo de la conclusión de su vida.

Es una ocasión para preguntarnos si no nos sucede como a aquellos nazarenos; si no reaccionamos negativamente cuando nos incomodan las novedades que no encajan con nuestras viejas y veneradas costumbres.

Al oírlo, todos en la sinagoga se indignaron.

Los nazarenos esperaban palabras bonitas y prodigios: Todo lo que hemos oído que ha sucedido en Cafarnaún, hazlo también aquí en tu patria. La historia se repite. También nosotros buscamos ser confirmados en nuestras seguridades a base de prodigios; a todos nos cuesta encontrar a Dios en la sencillez de lo cotidiano. Con esa actitud, nos resulta muy complicado reconocer a Dios cuando se acerca a nosotros en el aquí y el ahora.

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