08/04/2024 Anunciación del Señor (Lc 1, 26-38)

El sexto mes envió Dios al ángel Gabriel a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen prometida a un hombre llamado José, de la familia de David; la virgen se llamaba María.

María, sola en su habitación y embebida en oración, recibe de Dios la profunda experiencia que hace de ella la depositaria de las promesas hechas a sus antepasados y de los ocultos anhelos de todos los pueblos de la tierra. El Hijo de Dios se hace carne en su vientre. Ella es perfectamente consciente de su ineptitud: Se ha fijado en la humildad de su esclava; es también perfectamente consciente de que desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones.

María, en su oración y en su vida, se ve a sí misma inserta en el plan de Dios: en el gran misterio que lleva dentro. Por eso que María contempla la historia desde la esperanza. Ella, que ha experimentado a Dios como salvador de su vida, sabe que la misericordia de Dios que trae la salvación llega a todos de generación en generación.

Después de la Anunciación, María continúa orando con igual intensidad, aunque con mayor asombro ante el misterio del Dios-Amor.

¡Qué bueno celebrar esta fiesta de la Anunciación desde los aleluyas pascuales! Quien tan calladamente se hace carne en María, calladamente también vence a la muerte; y su reino no tendrá fin.

¡Qué bueno que los seguidores del Hijo sintamos turbación semejante a la experimentada por la Madre! Porque el Señor se fía también de nosotros, a pesar de nuestra pequeñez. Y cuando los caminos del Señor parezcan imposibles, no dudemos en preguntar: ¿Cómo será eso? Escucharemos la respuesta: para Dios nada hay imposible. Basta la disponibilidad. Basta el hágase en mí según tu palabra.

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