08/08/2020 Santo Domingo (Mt 17, 14-20)

Se lo he traído a tus discípulos y no han sido capaces de curarlo.

Imaginamos que los discípulos habrían intentado copiar los gestos y las palabras de Jesús cuando curaba enfermos o inválidos, pero no les resultó. Quedarían avergonzados. Imaginamos que olvidaron dedicar un tiempo al silencio y a la interioridad para encender en ellos la fe. Una fe que comienza por reconocer la propia impotencia; una fe que continúa por ver la absoluta necesidad de la ayuda de Dios; una fe que concluye con una súplica parecida a la del leproso: Señor, si quieres, puedes solucionar este asunto.

¡Oh generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo habré de soportaros?

En varias ocasiones Jesús se ha quejado de la falta de fe de sus discípulos. Una de ellas cuando, en medio de la tormenta, temieron irse al fondo del lago: ¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe? (Mt 8, 26). Ahora les dice, y nos los dice a todos: Si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: Desplázate de aquí allá, y se desplazará, y nada os será imposible.

La fe hace nuestros los poderes del Señor. La fe nos da la fuerza y la serenidad y la perseverancia para enfrentarnos a todos los demonios: los que oprimen a nuestros prójimos, y los que nos oprimen a nosotros mismos. La fe consigue que seamos capaces de sacudirnos el sopor que nos invade y que nos instala en el cómodo sofá de la rutina y nos aleja de todo lo que significa compromiso y entrega.

Ante nuestra inmensa incapacidad para solucionar cualquier situación endiablada, el gran remedio es la fe. La fe que mueve montañas: Nada os será imposible.

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