14/03/2021 Domingo 4º de Cuaresma (Jn 3, 14-21)

Como Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre para que todo el que crea tenga en Él la vida eterna.

Para Jesús, el episodio de la serpiente de bronce prefigura el de su cruz. Muchos israelitas morían en el desierto mordidos por serpientes venenosas. Moisés, siguiendo órdenes de Dios, hizo una serpiente de bronce y la colocó sobre un mástil: Todo el que haya sido mordido y la mire, vivirá (Num 21, 8).

Quienes recorremos el desierto de este mundo, somos envenenados por muchos tipos de serpientes, y somos curados cuando miramos al Crucificado. La peor serpiente es el pecado. Pecado en singular y pecado en plural. Nos envenena, por ejemplo, nuestra incapacidad para reaccionar con misericordia ante los sufrimientos ajenos. Pero cuando nos acercamos y contemplamos al Crucificado, ese amor de Dios llevado hasta el extremo, nos sana. Porque donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rm 5, 20). Porque la Escritura incluye a todos bajo el pecado, de modo que lo prometido se entregue a los creyentes por la fe en Jesucristo (Gal 3, 22).

Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único.

San Pablo exclama emocionado: Me amó y se entregó por mí (Gal 2, 20). Y Santa Isabel del Trinidad, conmovida, comenta: En esto consiste la verdad. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único. Este Hijo único, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo (Jn 13, 1). Santa Teresita, contemplando al Crucificado, se estremece de gozo: Ante un lenguaje como éste, solo cabe callar y llorar de alegría.

Tanto amó Dios al mundo. El Crucificado, mirado sin fe, es el culmen de la infamia y de la humillación; pero, mirado con fe, es el culmen de la gloria de Dios, la suprema manifestación del Amor. Amor gratuito y universal. En verdad, es como para callar y llorar de alegría.

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