16/04/2024 Martes 3º de Pascua (Jn 6, 30-35)

Os lo aseguro, no fue Moisés quien os dio pan del cielo; es mi Padre quien os da el verdadero pan del cielo. El pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo.

Para Jesús, el maná con el que Dios alimentó a los israelitas en el desierto (Ex 16), fue figura del pan de la vida que es Él mismo. Pero quienes le escuchaban en aquel momento vivían tan condicionados por el pasado, que no podían aceptar la grandiosa novedad de Jesús: Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí no tendrá hambre, y el que crea en mí no tendrá sed. ¡Demasiado para ellos!

El pan del cielo es Jesús, encarnación de un amor de Dios llevado hasta lo humanamente inimaginable para que todos sus hijos tengamos vida en abundancia. Jesús lo promete todo. De nuevo repita lo dicho a la Samaritana hablando no de pan, sino de agua: El que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás (Jn 4, 14). Jesús promete satisfacer toda necesidad humana. Pero lo hace desde unos condicionamientos tan precarios de desposesión que ponen en entredicho nuestra fe en Él.

Un venerable pasado fue el gran obstáculo que impidió a aquellos judíos aceptar a Jesús. Algo parecido nos pasa a nosotros cuando un venerable pasado, personal o eclesial, nos inmoviliza y nos impide aspirar a cosas mayores. Para seguir fielmente a Jesús tenemos que acostumbrarnos a cortar cordones umbilicales y a olvidarnos de los manás del pasado.  Sigamos los pasos de Pablo: Una cosa hago; olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante (Flp 3, 13).

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