17/11/2018 Santa Isabel de Hungría (Lc 18, 1-8)

Había en una ciudad un juez que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres.

El Evangelista introduce la parábola del juez y de la viuda así: Les propuso una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer.

Podemos hacer dos lecturas. Con la primera, la más obvia, pensamos que el juez representa al Señor; a nosotros nos representa la viuda. Es una lectura muy centrada en nosotros y en cómo orar: sin desfallecer, sin desanimarnos. La oración no suele tener efectos instantáneos. La oración perseverante, lo que realmente lleva a cabo, es un cambio interior que nos pone en sintonía con la voluntad de Dios e intensifica nuestra relación con Él. Además nos ayuda a convivir serenamente con la cizaña de problemas personales, de dificultades de convivencia…

La segunda lectura, menos obvia, tiene la gran ventaja de colocar en el centro al Señor. Él, representado por la viuda; nosotros por el juez inicuo. Es Él quien está continuamente llamando, aporreando nuestra puerta, cuando nosotros hemos decidido hacer de nuestra vida una apacible siesta. Nos hace recordar al pastor empeñado en encontrar a su oveja descarriada y no descansa hasta encontrarla. Así nosotros, como el juez inicuo, acabamos cediendo a su continua e importuna insistencia. Al final, nos rendimos; forzados, pero de buen grado.

Pero, cuando el Hijo del Hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?

Parece decirlo con pena. Es que, aunque sea cierto que al atardecer de la vida no nos examinarán de la fe, sino del amor, ¡es tan valiosa la fe! Al Señor le encantaría vernos caminar por la vida iluminados por la fe, la fe en el Amor. ¡Cuánto mejor nos iría!

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