22/11/2018 Santa Cecilia (Lc 19, 41-44)

Al acercarse y divisar la ciudad, dijo llorando por ella: Si también tú reconocieras hoy lo que conduce a la paz. Pero eso ahora está oculto a tus ojos.

Esto sucede inmediatamente después de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Parecería que la ciudad entera se había rendido a los pies de Jesús. Pero las multitudes son volubles y fácilmente manejables. Lo sabe bien todo dirigente mínimamente carismático y mínimamente ambicioso. Lo vemos hoy, sobre todo, en el mundo de la política. Jerusalén, cinco días después de los entusiastas HOSANAS, gritará furibunda: CRUCIFÍCALE. Jerusalén, la más piadosa de las ciudades del mundo, se convierte en símbolo universal del rechazo a Dios.

Jesús llora. Como lloró ante la tumba del amigo Lázaro. Entonces, los testigos de sus lágrimas, comentaron: Mirad cómo le quería. Lo mismo podríamos comentar ahora: ¡Cuánto quería Jesús a su ciudad! Por otra parte, apreciamos en Él una sensación de fracaso. Después de haber conmovido a las multitudes, después de haber hecho tanto bien con sus milagros, después de una vida tan entregada, le duele el fracaso. En verdad, Jesús en todo como nosotros, menos en el pecado (Heb 4, 15).

Si también tú reconocieras hoy lo que conduce a la paz.

A todos nos cuesta ser constructores de paz. A todos nos resulta sencillo ser destructores de paz. ¿Por qué será? Muy sencillo. Porque todos llevamos dentro un tirano que quiere siempre imponerse y dominar. Un tirano que no permite al prójimo equivocarse. Un tirano que no sabe aceptar que el otro piense o se comporte de manera distinta a como pienso y me comporto yo.

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