09/02/2020 Domingo 5 (Mt 5, 13-16)

Vosotros sois la sal de la tierra… Vosotros sois la luz del mundo.

Podemos ser sal y luz al estilo callado de María de Nazaret y de Teresa de Lisieux; o al estilo más llamativo de Pablo de Tarso y de Francisco de Javier. El estilo importa poco. Lo que importa es que el Espíritu de Jesús anime nuestra vida. El secreto de la fuerza y de la efectividad de la luz y de la sal no está en nuestras artes o esfuerzos, sino en el ardor del fuego del Espíritu que irradiamos desde lo interior.

Tanto el paso de los siglos a nivel eclesial, como el paso de los años a nivel personal, tienden a descastar o esterilizar el Evangelio. Podemos llegar a convertirlo en una ética o en una cultura; en algo estéticamente bello, pero carente de novedad y de frescura. A base de leyes, instituciones o costumbres, conseguimos disminuir el sabor de la sal y amortiguar la luz; conseguimos hacer del Evangelio algo descafeinado e inofensivo.

El ser sal y luz, más que una tarea en la que nos embarcamos conscientemente, es una consecuencia que brota espontánea cuando vivimos descentradamente; o sea, cuando hemos conseguido arrinconar a nuestro EGO. Es entonces cuando vivimos orientados hacia Dios y hacia los hermanos; es entonces cuando la sal tiene todo su sabor y la luz todo su resplandor.

A propósito del vosotros sois la sal de la tierra, el Papa Francisco dice: La misión de los cristianos en la sociedad es la de dar sabor a la vida con la fe y el amor que Cristo nos ha donado, lejos de los gérmenes contaminantes del egoísmo, de la envidia, de la maledicencia…

Vosotros sois la luz del mundo. Jesús dijo de sí mismo: Yo soy la luz del mundo. Él quiere que el fulgor de su luz llegue a los demás a través de nosotros los creyentes, sus discípulos. Sin exhibicionismos; con humildad. Quiere que irradiemos la luz de la misericordia. Ésa es la sal y la luz que deben animar nuestra vida.

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