19/02/2020 Miércoles 6º (Mc 8, 22-26)

Llegan a Betsaida. Le presentan un ciego y le suplican que le toque.

Le presentan…, le suplican. No sabemos quiénes ni cuántos son. Tampoco sabemos quiénes eran aquellos cuatro que le trajeron al paralítico a quien Jesús sanó, viendo la fe de ellos (Mc 2, 3). La intercesión, que brota de la fe en Jesús y del amor al prójimo, es tan audaz como discreta. Interceder es algo más que rezar por otros cómodamente sentado en una iglesia. INTERCEDER significa entrar dentro de una situación personal y, desde el fondo de esa situación, suplicar la ayuda del Señor.

Tomando al ciego de la mano, le sacó fuera del pueblo y, habiéndole puesto saliva en los ojos, le impuso las manos.

La tarea de los intercesores ha concluido. Todo queda ahora en manos de Jesús. Poco antes (Mc 7, 33) había hecho lo mismo con el sordomudo. Se queda a solas con el ciego. Quiere que, curación aparte, haya un encuentro personal, sin ningún tipo de distracción.

¿Ves algo?... Veo hombres; los veo como árboles, pero caminando.

El ciego no lo ve todo claro de repente; la visión clara le es dada poco a poco. Así sucede a los discípulos; así sucede a todo creyente. Cuesta comprender y asimilar la Palabra. Recordemos que poco antes se ha lamentado de la torpeza de los discípulos: ¿Tenéis ojos y no veis? (Mc 8, 18). El camino de la fe es un proceso largo, y hay que aprender a tener paciencia con el Señor y con nosotros mismos. La sanación de heridas, la liberación de lastres requiere tiempo. Del mismo modo, aprendamos a ser pacientes y comprensivos con los procesos de los demás. Porque, como la semilla, la fe necesita tiempo para germinar, crecer, madurar.

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