23/12/2023 Sábado 3º de Adviento (Lc 1, 57-66)

A Isabel se le cumplió el tiempo del parto y dio a luz un hijo.

Un hijo que se llamará Juan: el precursor, el adelantado del Señor. Así comienza la gloriosa revolución de los tiempos mesiánicos. La madre de Juan será la primera en romper moldes, costumbres y tradiciones. Tanto que toda la vecindad quedó sobrecogida y lo sucedido se contó por toda la serranía de Judea.

La intervención especial de Dios en una persona echa por tierra tantas cosas; también cosas consideradas como muy sagradas. Lo sabía bien san Pablo: Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo (Flp 3, 8).

El retiro de cinco meses de la madre de Juan ha propiciado la acción del Espíritu en ella, de modo que cuando llega María la saluda como la madre de mi Señor. También el silencio de nueve meses del padre de Juan ha propiciado la acción del Espíritu, de modo que, llegado el momento, Zacarías profetizará diciendo: Bendito el Señor, Dios de Israel, porque se ha ocupado de rescatar a su pueblo. Zacarías e Isabel ya no vivirán enjaulados en sus tradiciones, sino abiertos a las sorpresas del Espíritu. El Espíritu, haciendo uso de las herramientas del silencio y del sufrimiento, les ha llevado a la libertad que brota de la confianza, dejando a Dios el control de sus vidas.

Juan es su nombre.

Es el primer detalle de la gran revolución. Detalle solamente, porque lo más novedoso del relato es la nueva imagen de Dios que asoma en el horizonte; frente al Dios rígido y severo, el Dios de la misericordia y de la gratuidad.

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