25/12/2023 Natividad del Señor (Lc 2, 1-14)

Y sucedió que, mientras estaban allí, le llegó a ella el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada.

En el principio, cuando la creación, Dios reveló al hombre la fachada de su ser: su poder, su trascendencia, su sabiduría. Ante este Dios, el hombre se postraba, rostro en tierra, sobrecogido de temor. Ahora, llegada la plenitud de los tiempos, Dios revela al hombre lo más íntimo de su ser: su amor. El Hijo de Dios se hace hombre. Es Jesús, el hijo de María. Y ahora nos acercamos a este Dios con confianza, con naturalidad, como los pastores de Belén.

Dios se hace uno de nosotros. Comienza su vida como cualquiera de nosotros, totalmente desvalido. El niño de María nos invita a dejarnos deslumbrar por el amor de Dios encarnado en el bebé que los pastores encuentran envuelto en pañales y recostado en un pesebre. La vida de aquellos pastores continuará como si nada hubiera pasado. Pero nada será igual; una nueva luz iluminará sus vidas.

Jesús es la última palabra de Dios, la palabra definitiva de Dios. Como dice san Juan de la Cruz, ahora Dios ha quedado como mudo y no tiene más que decir. En Él nos lo ha dicho todo y no le es posible decir nada más. San Pablo escribe a su discípulo Tito: Cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres, él nos salvó, no por las obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, para que justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza de vida eterna (Tito 3, 4-6).

El Papa Francisco nos dice: Este Niño ha nacido para nosotros; un nosotros sin fronteras, sin privilegios ni exclusiones. Gracias a este Niño, todos podemos dirigirnos a Dios llamándole Padre, Papá. Este Niño vino al mundo precisamente para revelarnos el rostro del Padre. Y así, gracias a este Niño, todos podemos llamarnos y ser verdaderamente hermanos.

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