27/05/2020 Miércoles 7º de Pascua (Jn 17, 11b-19)

Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros.

Jesús ha comenzado la oración alzando los ojos al cielo. Nosotros, contemplando la escena y escuchando sus palabras, percibimos la relación íntima entre el Hijo y el Padre. Y apreciamos con estupor y gozo cómo Jesús nos incluye en esa relación. No importa el no ser dignos de semejante distinción. No importa el que los cristianos estemos separados sin obedecer a una autoridad; Jesús piensa en la unidad del Espíritu del Amor. Contemplamos y escuchamos. Y nos dejamos penetrar por la sublime atmósfera que Jesús crea en nuestro pequeño cenáculo; cenáculo cercado por el mundo.

Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo.

Jesús se dirige al Padre plenamente convencido de estar a punto de culminar su misión. Para el observador no creyente, se trata de una convicción ridícula. ¿Qué puede significar ese pequeño cenáculo en un mundo hostil que está a punto de crucificarle y dispersar a sus pocos seguidores? Las perspectivas de éxito son nulas. Así entonces y así ahora. Pero nosotros, creyentes, lo entendemos de manera diametralmente distinta.

Pero ahora voy a ti, y digo estas cosas en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría colmada.

Jesús nos considera suyos porque sabe que somos queridos por el Padre. Y quiere vernos libres del mundo, del pecado, de todo lo que nos hace daño, de modo que vivamos en su misma alegría. Y tengamos claro que lo que quiere lo hace; a su tiempo y a su manera: ¡Ánimo! Yo he vencido al mundo (Jn 16, 33).

    0