27/0672020 Sábado 12 (Mt 8, 5-17)

Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano.

Jesús quedó admirado de la fe del centurión romano. ¿Quizá se trata de aquel centurión llamado Cornelio, piadoso y temeroso de Dios, como toda su familia, que daba muchas limosnas la pueblo y continuamente oraba a Dios (He 10, 1-2)?

Es hombre de poder; su palabra es acatada sin rechistar. Pero sabe que su poder es muy limitado; que es absolutamente impotente para curar a su criado. Y cree que la palabra de Jesús sí tiene ese poder: basta que lo digas de palabra. La fe de este hombre nos recuerda la de la mujer cananea que buscaba la curación de su hija. O la del leproso: Si quieres, puedes limpiarme. El centurión sabe que lo imposible para los hombres resulta enormemente sencillo para Jesús.

Nosotros, que repetimos las palabras del centurión a la hora de comulgar, debemos hacerlo con aquella misma fe y aquella misma humildad. Con la fe y tenacidad de la cananea que importuna hasta conseguir lo que quiere. Con la fe y conformidad del leproso dispuesto a continuar con su lepra si así lo quiere el Señor. Fe; con humildad, con tenacidad, con conformidad.

Nuestro centurión encarna bien la bienaventuranza de Jesús: Dichosos los que no han visto y han creído (Jn 20, 29). Sabe de conflictos como esposo, como padre y como centurión. Como todo el mundo. Pero su fe le proporciona un fondo de aplomo y de serenidad más estable que las borrascas que perturban la superficie. No sabe de aspavientos místicos, pero sabe de vivir inmerso en el milagro con la mayor naturalidad.

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