30/12/2023 Día VI de la Octava de Navidad (Lc 2, 36-40)

Estaba allí la profetisa Ana, hija de Fanuel. Era de edad avanzada. Se presentó en aquel momento, dando gracias a Dios y hablando del niño a cuantos aguardaban la liberación de Jerusalén.

La mayor parte de sus ochenta y cuatro años los ha vivido como viuda. Ana encarna bien a tantos ancianos que han llegado a comprender el valor de una vida callada, como la de Jesús en Nazaret. Ana no conoce la tristeza de la soledad ya que vive una ancianidad envuelta en la gratitud y la serenidad mientras espera la venida del Señor. Tampoco conoce miedos y aprensiones de tiempos pasados. Parecen salidas de sus labios estas palabras de un anciano actual: Cuando no se posee nada, ya no se tiene miedo. Si estamos desarmados y desposeídos, si nos abrimos al Dios Hombre que hace todo nuevo, entonces Él hace desaparecer toda la negatividad del pasado y nos devuelve un tiempo nuevo en el que todo es posible.

En Simeón y en Ana comprobamos lo que los años nos enseñan a todos: que la vida es una sucesión de pérdidas y que tantas cosas antes tan importantes, han perdido importancia. Con Simeón y Ana hacemos nuestras las palabras del salmo: Enséñanos a llevar buena cuenta de nuestros días para que adquiramos un corazón sabio (Salmo 90, 12).

Simeón y Ana reconocieron al Niño y descubrieron una nueva fuerza para una nueva tarea: la de dar gracias y dar testimonio por este signo de Dios. Queridos abuelos, queridos ancianos, pongámonos en la senda de estos ancianos extraordinarios. Convirtámonos también nosotros un poco en poetas de la oración. Cultivemos el gusto de buscar palabras nuestras, volvamos a apropiarnos de las que nos enseña la Palabra de Dios (Papa Francisco).

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