31/06/2020 San Ignacio de Loyola (Mt 13, 54-58)

¿No es éste el hijo del carpintero? Y se escandalizaban a causa de Él.

Ningún judío podía imaginar que el Mesías prometido desde hacía tantos siglos tuviese su origen en una familia tan pobre como la del carpintero y en una aldea tan insignificante como Nazaret. Lo que todos esperaban era un Mesías glorioso y arrollador. Dice el Papa Francisco: El Evangelio nos urge a contemplar la realidad más allá de su apariencia, desde lo más débil y vulnerado. Por eso la profecía de Jesús no tiene nada que ver con la lógica del poder y el prestigio que se impone en nuestro mundo, sino con la esperanza y la liberación que emerge de las vidas de los últimos, y esto es enormemente contracultural incluso para ellos mismos.

Al dejar la vida escondida de Nazaret, Jesús se había retirado al desierto para un largo retiro de preparación a su vida pública. Las tentaciones que experimentó allí le invitaban precisamente a un mesianismo de poder y de gloria terrena. Pero escogió el mesianismo del anonimato, del conflicto, de la incomprensión, de la cruz.

Y no hizo allí muchos milagros, porque aquella gente no creía en Él.

La actitud de los paisanos de Jesús me invita a preguntarme sobre mi fe. ¿Cuánto creo, cuánto confío en Él? ¿Llega mi fe y mi confianza a tanto como para saberme salvado sin la menor sombra de duda, porque Él es el Salvador?

Este relato del fracaso de Jesús en su pueblo de Nazaret es una página triste si fijamos los ojos en los nazarenos. Pero es una página hermosa y gozosa si fijamos los ojos en el Nazareno, en quien es la Buena Noticia: Convertíos y creed en la Buena Noticia (Mc 1, 15).

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