Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús.
La visión de Jesús colgado de la cruz desalentó a los discípulos. Su idea de mesianismo era incompatible con la cruz. Era cuestión de días que abandonasen Jerusalén para volver a sus casas. Los de Emaús lo hacen el mismo día de la resurrección. Tomás ya tramitaba su partida: No estaba con ellos.
Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: Paz a vosotros.
Repite lo de ocho días antes. Los discípulos entonces se habían alegrado de ver al Señor (Jn 20, 20). Pero sus vidas no cambiaron; continuaban con las puertas cerradas. Jesús, maestro en el uso del tiempo, no les echa en cara su torpeza. Sabe que necesitan tiempo para asimilar algo tan inconcebible. Les saluda con el saludo de paz: de bienestar interior, de buena armonía con Dios, con los demás y con uno mismo.
Dice a Tomás: Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente.
Para recuperar a Tomás usa la misma táctica que con los otros: le muestra las llagas de la pasión. Claro que habría preferido que Tomás hubiese creído a sus compañeros: Dichosos los que no han visto y han creído.
Como quiera que sea, debemos a Tomás la profesión de fe más solemne de todo el Evangelio: Señor mío y Dios mío. Quienes no hemos visto, tenemos una deuda de agradecimiento con Tomás. Porque su incredulidad es, para nosotros, más provechosa que la fe de los otros. Además, lo que creyó superaba a lo que vio. Porque lo que él vio fue la humanidad de Jesús, pero confesó su divinidad (San Gregorio Magno).