Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños.
Es un Evangelio maravilloso para quien se sabe pobre y frágil; para quienes el Señor llama pequeños. Por eso nosotros, los pequeños, bendecimos al Padre, Señor del cielo y de la tierra, por revelarnos estas cosas.
¿Estas cosas? ¿En qué piensa Jesús? Se refiere al plan misterioso de Dios. Más adelante dirá a sus discípulos: A vosotros se os ha dado conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no (Mt 13, 11). De todos modos, a mayor conocimiento de la grandiosidad del misterio de Dios, mayor la evidencia de la inmensidad de lo que no entendemos.
Estas cosas se las has revelado a los pequeños. Somos pequeños los que nos sabemos pobres y frágiles y hemos sido agraciados con el don de la fe. Por eso todos debemos aprender a amar nuestra pequeñez. Teresa de Lisieux escribe: Si Dios te quiere débil e impotente como un niño… ¿Crees por eso que tendrás menos mérito? Consiente, pues, en tropezar a cada paso, incluso en caer, en llevar tus cruces débilmente. Ama tu impotencia. Tu alma sacará más provecho de ello que si, llevado por la gracia, cumples con entusiasmo acciones heroicas que llenarían tu alma de satisfacción personal y de orgullo.
Así lo entendió el salmista: Mi corazón, Señor, no es engreído… No doy vía libre a prodigios que me superan. Me mantengo en paz y silencio como niño en el regazo materno (Salmo 131).
Así lo entiende San Pablo: ¡Mirad, hermanos, quiénes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos de la nobleza. Ha escogido Dios más bien a los locos del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios a los débiles del mundo, para confundir a los fuertes. (1 Cor 1, 26-27).
Hacemos nuestra la oración de Jesús: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños.