03/04/2024 Miércoles de la Octava de Pascua (Lc 24, 13-35)

Aquel mismo día, el primero de la semana, dos de los discípulos de Jesús iban caminando a una aldea llamada Emaús.

La Resurrección de Jesús es algo tan extraordinario que no es suficiente un día para celebrarla. Por eso celebramos la Octava de Pascua: ocho días como si fuesen un único día. Hoy contemplamos a Jesús con los dos discípulos de Emáus. Conocemos el nombre de uno de ellos: Cleofás. Del otro, no; ¿quizá la mujer de Cleofás?

¡Nosotros esperábamos que él fuera el liberador de Israel! Pero ya hace tres días que sucedió todo esto.

¡Qué gran desilusión la de los discípulos! El camino de Emaús, que a todos nos toca recorrer en algún momento de la vida, es un camino de ida y vuelta. Si la aldea de Emaús hacia donde aquellos dos discípulos se dirigen apesadumbrados representa el sin-sentido de la vida, la ciudad de Jerusalén hacia donde pronto regresarán radiantes de gozo representa la vida de plenitud.

Mientras conversaban y discutían, Jesús se acercó a ellos y caminó a su lado. Pero sus ojos estaban incapacitados para reconocerle.

Se acercó. Así lo sigue haciendo; interesado por lo que estamos viviendo, especialmente cuando nos toca atravesar valles de tinieblas. Pero nuestros ojos no están capacitados para reconocerle. Su cercanía comienza a dejarse sentir cuando nos explica las Escrituras. Más tarde, cuando sentados a la mesa nos comparte el pan, entonces sí se nos abren los ojos y le reconocemos. Pero Él desapareció de su vista.

El Papa Francisco dice: Los dos de Emaús le abren primero su corazón, luego le escuchan explicar las Escrituras, y entonces lo invitan a casa. Son tres pasos que también nosotros podemos cumplir.

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