Aquel mismo dÃa, el primero de la semana, dos de los discÃpulos de Jesús iban caminando a una aldea llamada Emaús.
La Resurrección de Jesús es algo tan extraordinario que no es suficiente un dÃa para celebrarla. Por eso celebramos la Octava de Pascua: ocho dÃas como si fuesen un único dÃa. Hoy contemplamos a Jesús con los dos discÃpulos de Emáus. Conocemos el nombre de uno de ellos: Cleofás. Del otro, no; ¿quizá la mujer de Cleofás?
¡Nosotros esperábamos que él fuera el liberador de Israel! Pero ya hace tres dÃas que sucedió todo esto.
¡Qué gran desilusión la de los discÃpulos! El camino de Emaús, que a todos nos toca recorrer en algún momento de la vida, es un camino de ida y vuelta. Si la aldea de Emaús hacia donde aquellos dos discÃpulos se dirigen apesadumbrados representa el sin-sentido de la vida, la ciudad de Jerusalén hacia donde pronto regresarán radiantes de gozo representa la vida de plenitud.
Mientras conversaban y discutÃan, Jesús se acercó a ellos y caminó a su lado. Pero sus ojos estaban incapacitados para reconocerle.
Se acercó. Asà lo sigue haciendo; interesado por lo que estamos viviendo, especialmente cuando nos toca atravesar valles de tinieblas. Pero nuestros ojos no están capacitados para reconocerle. Su cercanÃa comienza a dejarse sentir cuando nos explica las Escrituras. Más tarde, cuando sentados a la mesa nos comparte el pan, entonces sà se nos abren los ojos y le reconocemos. Pero Él desapareció de su vista.
El Papa Francisco dice: Los dos de Emaús le abren primero su corazón, luego le escuchan explicar las Escrituras, y entonces lo invitan a casa. Son tres pasos que también nosotros podemos cumplir.