11/04/2021 Domingo 2º de Pascua (Jn 20, 19-31)

Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús.

Tomás, llamado el Mellizo. Podría llamarse también el Creído. Encaja bien en las corrientes racionales y escépticas de hoy. Tomás está dispuesto a aceptar solamente lo que ve y lo que toca. Confiar en lo que otros dicen, no va con él. Tampoco le va el vivir integrado en la comunidad. Es muy independiente. Cree en sí mismo y no cree en los demás; les tiene por ingenuos.

El Señor saca provecho del orgullo de Tomás. Le sirve para hacernos ver que no podemos conformarnos con lo que nos digan; que tenemos que buscar la experiencia personal y aspirar a ver y tocar las heridas de Jesús. Así llegamos, como Tomás, a proclamar desde lo más hondo del alma: ¡Señor mío y Dios mío! Así dejamos de ser cristianos mediocres. Así, aunque frágiles y pecadores, vivimos nuestra fe con entusiasmo. Así, como dice el Papa Francisco, seremos unos enamorados del Señor.

Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas.

A pesar de su reciente experiencia del Resucitado, continúan con las puertas cerradas. Sus miedos no han desaparecido. Esto nos dice que las experiencias del Resucitado, que son momentos de luz y gozo, no eliminan dudas y temores. Las dudas y los temores son como las malas hierbas que necesitan largo trabajo para ser erradicadas. Son necesarios tiempo, paciencia y fe para situarnos en la órbita de la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Y necesitamos el apoyo de la comunidad. No es posible alcanzar la experiencia transformante del Resucitado fuera de la comunidad. A Tomás le costó una buena humillación aprender esta lección.

Dice el Papa Francisco: No es suficiente saber que Dios existe. Ni nos llena la vida un Dios resucitado pero lejano. No nos atrae un Dios distante, por más que sea justo y santo. No; tenemos necesidad de ver a Dios, de palpar que Él resucitó y que resucitó por nosotros.

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