17/06/2022 Viernes 11 (Mt 6, 19-23)

No acumuléis tesoros en la tierra, donde roen la polilla y la carcoma, donde los ladrones perforan paredes y roban.

No es la única ocasión en que Jesús habla de tesoros. Una de sus parábolas es la del tesoro escondido: quien lo encuentra, por la alegría que le da, vende todo lo que tiene y compra el campo (Mt 13, 44).

La frase de hoy, leída de corrido, parece inofensiva. Pero leída detenidamente, resulta peligrosamente comprometedora. ¿Cuáles son mis tesoros? ¿Cuáles las personas o cosas que significan mucho para mí? Recordemos la figura de Abrahán. El tesoro número uno de su vida era su hijo Isaac. Abrahán se mostró dispuesto a sacrificarlo a Dios. ¿Estamos dispuestos a sacrificar al Señor lo que más queremos? Porque de esta vida nos llevaremos solamente lo que hemos dado. Lo que hemos guardado para nosotros, eso no lo llevaremos.

La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará sano; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras.

Disfrutamos de la vida cuando gozamos de buena salud: la exterior del cuerpo y la interior del espíritu. La más determinante es la del espíritu. Y el ojo, el ojo de la fe, es la lámpara que ilumina el espíritu, la interioridad. Una interioridad bien iluminada, irradia luz a las realidades exteriores, y hace que las veamos y vivamos como las ve y las vive Dios.

Estamos escuchando el sermón de la montaña de Jesús, y estamos contemplando a este Jesús que, sentado sobre la montaña en el centro de una multitud (Mt 5, 1), es epicentro del mundo y de la humanidad. Esta contemplación nos fascinará; nos llenará de luz, de positividad, de gratuidad, de esplendidez.

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