La conversión de san Pablo es un acontecimiento de tal importancia que el libro de los Hechos de los Apóstoles lo presenta en tres ocasiones (capítulos 9, 22, 26). Lo celebramos como una fiesta universal de la Iglesia.
Yendo de camino, cerca ya de Damasco, hacia el mediodía, de repente una luz celeste, intensa, resplandeció en torno a mí.
Pablo fue sorprendido cuando disfrutaba de una situación religiosa y moral envidiable: Si algún otro cree poder confiar en la carne, más yo… En lo que toca a la justicia legal, yo era irreprochable (Flp 3, 4-6).
Pablo no tenía idea del Evangelio de la gracia; vivía la ley de la autojustificación que hace olvidar la pequeñez humana y genera ideologías violentas. Vivía con tanto fervor como inconsciencia la perversión fundamental por la que el hombre se erige en salvador de sí mismo.
Lo sucedido en el camino de Damasco fue el punto de partida de su conversión. El Señor, por medio de acontecimientos diversos, algunos poco ejemplares como la ruptura con su amigo Bernabé, le fue conduciendo al descubrimiento profundo del Dios-misericordia. Así es cómo Pablo comprende que lo esencial de su vida es Jesús: Esta vida en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2, 20).
Pablo es profunda y gozosamente consciente de la gratuidad de lo recibido: Cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia (Gal 1, 15). En lo interior de Pablo resonarían las palabras de Dios a Moisés: Haré gracia a quien yo quiera y mostraré misericordia para con quien yo quiera tenerla (Ex 33, 19).