Se acercaron algunos de los saduceos, los que sostienen que no hay resurrección…
Los saduceos formaban un grupo religioso piadoso y conservador; se atenían estrictamente a la tradición escrita. Por eso negaban la resurrección de los muertos, ya que en los primeros libros de la Biblia no se habla de la resurrección; además, negaban cualquier progreso de la revelación. Jesús les contradice; les dice que la resurrección de los muertos sí aparece en los primeros libros de la Biblia. Recurriendo al episodio de la zarza ardiendo cuando Dios dice a Moisés: Yo soy el Dios de tus padres, Jesús concluye: No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para Él todos viven. Dios, siendo amor, no puede dejar de amar; no es capaz de dejar que sus hijos desaparezcamos en la nada.
Nosotros, cristianos, creemos en la resurrección de los muertos. Lo proclamamos al final del Credo: Creo en la resurrección de la carne. Pero, con frecuencia, esta fe es una fe subdesarrollada. Hay cristianos para quienes la fe en la resurrección de sus seres queridos se queda en un recuerdo visitando el cementerio y depositando unas flores en sus tumbas.
Nuestra fe en la resurrección de los muertos, especialmente la de nuestros seres queridos, debería ser mucho más que un recuerdo y unas flores. Debería ser una vivencia, una relación permanente con ellos; una relación cordial, gozosa. Deberíamos sentir su presencia cercana y recurrir a ellos en los momentos más delicados. Porque ellos, nuestros abuelos, padres, parientes, y amigos viven; están más vivos que nosotros y nos acompañan en esta peregrinación de todos nosotros desde la muerte hasta la vida. No tenemos ni idea de lo que Dios tiene preparado para quienes somos amados por Él. Desde luego, somos mucho más lo que seremos en el futuro que lo que somos en el presente.
Como dice san Pablo: Dios no nos ha destinado al castigo, sino a poseer la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo, el cual murió por nosotros, de modo que vivamos siempre con Él (1 Tes 5, 9-10).
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