Aquel día, al atardecer, les dijo: Pasemos a la otra orilla.
Aquel día: el día en que Jesús ha pronunciado muchas parábolas. El Evangelista parece invitarnos a interpretar la tormenta del lago en clave parabólica. La otra orilla: orilla que pertenece a la región pagana de los gerasenos. Les dijo: a los discípulos. La gente queda atrás. Lo que viene es cosa del discípulo de Jesús. La tormenta es una experiencia fuerte, necesaria y transformante. Todos estamos atravesando el lago y pasando a la otra orilla. Pasemos a la otra orilla: no dice: Pasad; dice: Pasemos. Él con nosotros; y ¿si Él con nosotros, quién contra nosotros? (Rm 8, 31).
En esto, se levantó una fuerte borrasca y las olas irrumpían en la barca. Él estaba a popa durmiendo sobre un cabezal.
Mientras el Maestro duerme seguro, el pánico se apodera de los discípulos, y gritan: Maestro, ¿no te importa que perezcamos? Y Él: ¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe?
Aquellos discípulos tenían fe en Jesús. Pero su fe podía ser más fuerte. Las imponentes olas lograron desviar la atención de los discípulos y, en lugar de tener los ojos puestos en Jesús que dormía en la popa de la barca y afrontar el peligro con serenidad, tenían sus ojos puestos en el oleaje. Así es cómo el miedo se apoderó de ellos. Como dice el Papa Francisco, ¡cuántas veces dejamos al Señor en un rincón, en el fondo de la vida, para despertarlo en el momento de la necesidad! Se entra en el Reino de los Cielos cuando se es capaz de dormir tranquilo en medio de la tormenta teniendo los ojos puestos en el Señor y sintiéndonos seguros como niños en brazos de papá o de mamá.
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