Jesús les decía: A un profeta solo lo desprecian en su tierra, entre sus parientes y en su casa… Y se asombraba de su incredulidad.
Sus paisanos y parientes creían conocerle bien. Habían crecido juntos, compañeros de juegos desde niños. Algo parecido sucede hoy: Muchos bautizados, dice el Papa Francisco, viven como si Cristo no existiera; los gestos y signos de fe se repiten, pero no corresponden a una verdadera adhesión a la persona de Jesús y a su Evangelio. No son raros entre nosotros hombres y mujeres, escrupulosamente fieles al precepto dominical, pero poco cristianos porque nunca se han familiarizado con los Evangelios; dan por sentado que conocen a Jesús, pero en el fondo son paganos vestidos de cristianos. El peor enemigo de lo mejor no es lo malo, sino lo bueno, como vemos en el hermano mayor del pródigo.
¿No es este el carpintero?... Y se escandalizaban a causa de Él.
Es cosa normal entre los humanos desconfiar ante lo novedoso o lo extraordinario. La desconfianza es un mecanismo de defensa del ego que carece de la roca de la fe. El ego, el orgullo, sabe teatralizar la actitud de escándalo santurrón rasgándose vestiduras; justificando lo propio mientras se demoniza lo ajeno. El Señor nos prefiere abiertos, vulnerables, confiados, sin murallas: Jerusalén será habitada como una ciudad abierta, debido a la multitud de hombres y ganados que albergará en su interior. Yo seré para ella muralla de fuego en torno y gloria dentro de ella (Zac 2, 8-9).
Y no podía hacer allí ningún milagro, a excepción de unos pocos enfermos a quienes curó imponiéndoles las manos.
Son unos pocos. A pesar de la tendencia general y de la presión social, se acercan a Jesús movidos por una verdadera fe.
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