Se le acercó un leproso y, arrodillándose, le suplicó: Si quieres, puedes limpiarme.
En la vida de Jesús no destacan las devociones o los empeños por cumplir sus obligaciones religiosas. Lo verdaderamente importante en su vida no es el templo, sino las personas. Tiene un corazón compasivo y hace lo que puede para aliviar las penas de quienes encuentra.
Jesús está esperando a que me arrodille ante Él mostrándole mis leprosidades para poder así poner sus manos sobre mí y curarme.
Si quieres, puedes limpiarme. Así de sencilla y de confiada es la oración del leproso; sin urgencias ni angustias. Con la serena disposición para aceptar lo que Jesús decida. Es cosa saludable recurrir a este leproso para, como si de un espejo se tratase, verme reflejado en él. Me identifico con él y hago mía su oración; la que hago por mí mismo, o la que hago por otros. Con el convencimiento de que lo que Él decida será lo mejor.
Él se compadeció, extendió la mano, lo tocó y le dijo: Lo quiero, queda sano.
Lo tocó. Lo hace con frecuencia. Por algo que la Palabra de Dios se hizo carne. Por eso que una vida espiritual que prescinde del cuerpo es una vida incompleta, equivocada. Por desgracia es el camino seguido a veces por la liturgia. Como cuando nos hace responder: Y con tu espíritu. ¿Dónde queda el cuerpo?
Identifiquémonos con Jesús y su actitud siempre compasiva y cercana. Evoquemos tantas ocasiones en que Jesús toca o es tocado de manera especialmente significativa.
Dice el Papa Francisco: El egoísmo, el orgullo, son enfermedades del corazón de las que debemos ser purificados, recurriendo a Jesús como el leproso: Si quieres, puedes limpiarme.
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