Jesús se retiró con sus discípulos hacia el mar y lo siguió una gran muchedumbre de Galilea.
Jesús va hacia el mar, hacia la universalidad. Lo de Jesús es para todo ser humano, comenzando por Galilea.
Al enterarse de las cosas que hacía, acudía mucha gente de Judea, Jerusalén, Idumea, Transjordania y cercanías de Tiro y Sidón.
La fama de Jesús ha traspasado las fronteras del mundo judío. Las gentes acuden a Jesús atraídas por las cosas que hacía. Los que seguimos a Jesús, ¿sabemos bien por qué lo hacemos? ¿Tenemos claro que su camino no es el del éxito y la popularidad, sino el de la cruz?
Curó a muchos, de suerte que cuantos padecían dolencias se le echaban encima para tocarle.
Curó a muchos. Pero, como dice el Papa Francisco, Jesús no eliminó el mal del mundo; lo derrotó en su raíz, teniendo en cuenta que su salvación no es mágica, sino paciente, puesto que implica la paciencia del amor, que se hace cargo de la iniquidad y le quita su poder. La paciencia del amor; el amor nos hace pacientes.
Hasta los espíritus inmundos se postraban ante Él, gritando: Tú eres el Hijo de Dios. Pero Él les prohibía severamente que lo diesen a conocer.
Se lo prohíbe, porque la verdadera identidad de Jesús no se manifiesta en el éxito, en los milagros o en la popularidad, sino en la cruz. Si discípulos estaban encantados con la popularidad del Maestro, Jesús no. Sabe lo poco fiable que es la multitud. Se dedica a ellos, les habla, les libera de muchos males, pero no se siente cómodo entre ellos. Y trata de que no le avasallen: Dijo a sus discípulos que le prepararan una pequeña barca para que no le aplastaran.
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