En el Evangelio de ayer contemplábamos la elección de los doce apóstoles. Hoy celebramos la fiesta de la conversión de san Pablo que, sin pertenecer al grupo de los Doce, es llamado el apóstol (con artículo). Hoy vemos cómo la conversión no es cosa del hombre, sino de Dios: Nadie viene a mí si el Padre no le atrae (Jn 6, 44). La conversión de Pablo, como toda auténtica conversión cristiana, toca niveles más profundos que los de la moralidad; toca lo más hondo de la persona. Así lo dice Jesús: Convertíos y creed en el Evangelio (Mc 1, 15).
Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación.
En eso consistió la vida de Pablo después de su conversión: ¡Ay de mí si no predico el Evangelio! (1 Cor 9, 16). Fue siempre una persona apasionada. Antes de su conversión, centrado la ley de Moisés, perseguidor acérrimo de los seguidores de Jesús. Luego, centrado en Jesús: Lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo, mi Señor, por quien perdí todas las cosas y las tengo por basura para ganar a Cristo (Flp 3, 7-8). Esta vida en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2, 20).
Lo que hace de Pablo un hombre cercano y entrañable son sus grandes limitaciones, sus luchas interiores, y la manera de superarlo todo. Pablo, después de su conversión, continuó con su carácter difícil para la convivencia. Lo pasó mal; todos le abandonaron (2 Tim 4, 16). Pero su fe ciega en Jesús pudo con todo: Todo lo puedo en aquel que me da fuerzas (Flp 4, 13).
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