Mientras paseaba por el templo, se le acercan los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos y le dijeron: ¿Con qué autoridad haces eso? ¿Quién te ha dado tal autoridad para hacerlo?
Por una parte, Jesús, que paseaba por el templo; disfruta con los discípulos de una apacible mañana. Por otra parte, los tres grupos mencionados por el Evangelista que conforman el Sanedrín, la autoridad suprema del pueblo judío. Los imaginemos serios, como celosos guardianes del templo y expertos en lo divino. Son los constituidos en autoridad, mientras Jesús no dispone de credencial alguna. Se sienten superiores y maestros. Ellos mandan y los demás obedecen; así lo quiere Dios. No se hacen preguntas porque tienen todas las respuestas; no hay lugar para la novedad. Por eso son alérgicos al profetismo, aunque dicen venerar a los profetas del pasado. Y, sin embargo, la gente se asombraba de su doctrina porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas (Mt 7, 29).
A la pregunta de las autoridades, Jesús responde con otra: El bautismo de Juan ¿era del cielo o de los hombres? Y como, después de deliberarlo, deciden contestar que no lo saben, Él les dice: Pues tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto. Tiene claro que cualquier explicación sería inútil ya que carecen de una mínima disposición para la escucha.
Este intercambio da pie a Jesús para hablar del dramático rechazo de que va a ser objeto por parte de la autoridad judía, pronunciando a continuación la parábola de los viñadores asesinos.
Cuando lo religioso se convierte en ideología, todo se petrifica, desde la institución religiosa hasta la razón. Y se pierde contacto tanto con lo divino como con lo humano.
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