Viéndose Jesús rodeado de la muchedumbre, mandó pasar a la otra orilla.
La muchedumbre busca retener a Jesús; ven en Él la solución de sus problemas. Acaba de curar a todos los enfermos que le han sido presentados (Mt 8, 16). Pero Jesús no se encuentra cómodo rodeado de la muchedumbre. Es cierto que ha venido para salvar a todos, pero lo de seguirle por el camino no es cosa de muchedumbres. Las muchedumbres son amorfas, inconsistentes, torpes para moverse.
Tampoco se deja atrapar por la tentación de populismo o de un mesianismo triunfalista. Y cuando un admirador se acerca para pedir ser aceptado como discípulo, no se lo pone fácil; no le ofrece garantías o seguridades: Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza. Y al discípulo que pide permiso para ir a enterrar a su padre, le dice: Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos. Los muertos que deben enterrar a sus muertos son los que siguen a Jesús sin haber asimilado su mensaje y viven un cristianismo carente de compromiso. Es cosa muerta todo lo que obstaculiza el seguimiento.
Nuestros tiempos son especialmente reacios al compromiso. Vemos muchos y muy laudables arranques de generosidad; y muchas experiencias de altruismo entre la juventud. Pero tienen fecha de caducidad; hay miedo al compromiso definitivo. Lo constatamos en la falta de vocaciones al matrimonio o a la vida consagrada. Jesús exige compromiso radical. Los seguidores de Jesús no podemos conformarnos con la tradición o la rutina. Él, categórico, no ofrece explicaciones ni garantías de éxito. Solamente dice: Sígueme. Y nosotros le seguimos, como Pablo, sabiendo bien de quién nos hemos fiado (2 Tim 1, 12).
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