En aquella ocasión, con el júbilo del Espíritu Santo, dijo: ¡Te alabo, Padre, Señor de cielo y tierra, porque, ocultando estas cosas a los sabios y entendidos, se las diste a conocer a la gente sencilla!
En aquella ocasión. Se refiere al momento del regreso de los setenta y dos discípulos de su misión. Le cuentan a Jesús, todo contentos, lo bien que les ha ido. Jesús responde como respondió su madre al saludo de Isabel. Es el Magnificat de Jesús; una gozosa efusión de alegría, de alabanza, de agradecimiento, frutos de la presencia fuerte del Espíritu. Jesús se siente confirmado en su cercanía y en su dedicación a los sencillos y humildes. Recordemos el comienzo de su misión en su pueblo de Nazaret: El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva (Lc 4, 14).
Volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte: ¡Dichosos los ojos que ven lo que veis!
Es una bienaventuranza muy especial. No está incluida en las oficiales y universales del capítulo quinto de Mateo. Esta de hoy es exclusiva del discípulo, del creyente. Por eso podemos hacer nuestro el Magnifica del anciano Simeón: Mis ojos han visto al Salvador.
Ocultando estas cosas a los sabios y entendidos.
El Evangelio escandaliza y es visto con sospecha por quienes viven en la cultura de la satisfacción y la autocomplacencia. Sin embargo, es motivo de esperanza y alegría para los humildes, para aquellos cuyas expectativas no están colmadas con lo que hay. La alegría profunda de Jesús no se basa en el reconocimiento, el éxito o la plausibilidad social, sino en la esperanza de los pobres y humildes, a quienes los secretos del Reino les son revelados (Papa Francisco).
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