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16/11/2024 Sábado 32 (Lc 18, 1-8)

Les propuso una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer.

Orar siempre. En las últimas semanas de un embarazo, la mujer vive todos los momentos del día muy consciente de la vida que bulle en sus entrañas, aunque esté ocupada en mil quehaceres. De igual manera los creyentes, los que creemos en el amor, estamos a supuestos a vivir todos los momentos del día muy conscientes de la presencia y cercanía de Dios. En eso consiste el orar siempre. Según las circunstancias, esta serena conciencia de presencia se traducirá en súplica, en intercesión, en acción de gracias…

La parábola de hoy nos habla de la súplica. Los protagonistas son un juez y una viuda. El juez, un hombre sin escrúpulos, impasible; la viuda, una mujer sin recursos, frágil. Todo apunta a que la mujer tiene perdida la batalla. Y, sin embargo, es ella la que, a fuerza de insistir, obliga al juez a capitular.

Hazme justicia contra mi adversario.

Mi adversario es ese que todos llevamos dentro. Dios nunca se cansa de ofrecer el perdón de forma siempre nueva e inesperada. Todos nosotros, sin embargo, vivimos la experiencia del pecado. Mientras percibimos la potencia de la gracia que nos transforma, experimentamos también la fuerza del pecado que nos condiciona (Papa Francisco).

Jesús nos invita a la súplica confiada e insistente. Como la de quien que aporreaba a media noche la puerta de su amigo pidiéndole unos panes (Lc 11, 5).

Pero, cuando el Hijo del hombree venga, ¿encontrará esa fe en la tierra?

A veces, la oración se nos hace muy cuesta arriba, casi imposible. Como cuando vivimos la insulsa experiencia de su ausencia. Es la hora de la noche; la hora de agarrarse al qué importa lo que sintamos.

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