Quien ame a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; quien ame a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí.
A Jesús le vemos en los Evangelios rodeado de grandes multitudes; gozaba de gran popularidad. A la gente le encantaban sus palabras y sus milagros. Pero las multitudes son poco fiables; hoy gritan HOSANA, y mañana gritan CRUCIFÍCALE. Por otra parte, tampoco Jesús está siempre en plan amable. No se esfuerza por retener junto a sí a las multitudes. A veces, como hoy, se pone en plan radical: Quien ame a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí. Y eso no es popular. No nos tomamos en serio sus palabras. Así es descafeinamos el cristianismo. Perdemos el poder de fascinar y de asombrar y convertimos el cristianismo en una religión de burgueses.
Por otra parte, no concluyamos que somos nosotros los culpables de que nuestras iglesias estén cada día más vacías. La culpa no es del Papa, ni de los obispos, ni de los curas, ni de los cristianos de a pie. La culpa es del Señor. Es cierto que con frecuencia estaba rodeado de grandes multitudes, como entre nosotros hace unos cuantos años. Pero también es cierto que las multitudes no le entusiasmaban. Al final, lo suyo, humanamente hablando, fue un rotundo fracaso. Y así lo sigue siendo hasta el día de hoy.
Es que Jesús, como hemos escuchado hoy, es muy radical. El ser cristiano no es para todos. Cuando Él favorecía a una persona con un milagro, luego la dejaba marchar sin pedir nada a cambio. Solamente se hizo rodear de unos pocos, muy pocos. Nosotros formamos parte de esos pocos. No descafeinemos lo nuestro. No podemos ser, como se era antes, cristianos de nacimiento. Hoy, o somos cristianos convencidos de lo nuestro, o no somos más que piezas de museo y vestigios de una historia pasada.
¿Cómo saber si somos cristianos por nacimiento o cristianos por convicción? Si vivimos agradecidos por el gran privilegio de la fe, entonces somos cristianos por convicción.
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