Subió a la barca y sus discípulos le siguieron.
Sus discípulos le siguieron; sus discípulos le seguimos. Juntos con Él en la misma barca. No hacemos preguntas, ni solicitamos pólizas de seguro; nos embarcamos con Él dispuestos a lo que sea. A sabiendas de que, en algún momento, la tormenta arreciará. Con la actitud de Pablo: Sé de quién me he fiado (2 Tim 1, 12).
De pronto se levantó en el mar una tempestad tan grande que la barca quedaba tapada por las olas; pero Él estaba dormido.
De pronto se levantó una tempestad. Podría ser un accidente, o una enfermedad, o una relación que ha sufrido un serio revés. Es entonces cuando se pone a prueba la fe. En los primeros momentos del temporal vemos cómo los discípulos recurren a su pericia y a sus fuerzas. Creen poder gestionar el mal momento. Parecen expertos en el uso del timón, de las velas y de los remos. Pero pronto, cuando la tempestad supera su pericia y sus fuerzas, les vemos presas del pánico. Y despiertan a Jesús a gritos: Señor, sálvanos que perecemos.
Él no se sorprende ante la violencia del viento y de las olas, ni se apresura a levantarse. Se sorprende, sí, ante el miedo de los discípulos. Y, todavía tumbado en la popa de la barca, les echa en cara su poca fe: ¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe? Solamente entonces, después del reproche, se levantó, increpó a los vientos y al mar, y sobrevino una gran bonanza.
Se levantó. Es un gesto, una imagen, que evoca la resurrección, cuando Jesús se levanta, y entrega el reino a Dios Padre y acaba con todo principado, autoridad y poder (es decir, con todos los poderes hostiles a Dios). Pues Él tiene que reinar hasta poner a todos sus enemigos bajo sus pies; el último enemigo en ser destruido será la muerte (1 Cor 15, 24-26).
Escuchemos como dirigido a nosotros el reproche de Jesús: ¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?
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