Fue a Nazaret, donde se había criado, y según su costumbre entró un sábado en la sinagoga y se puso en pie para hacer la lectura.
Los habitantes de Nazaret están orgullosos de su paisano, el hijo del carpintero, que está haciendo que su pueblo sea conocido en toda Galilea; están orgullosos e ilusionados por escucharle: En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en Él.
El pasaje nos invita a poner los ojos en lo más interior de Jesús y acompañarle en la evolución de sus sentimientos que pasan del gozo al verse bien recibido a la tristeza al verse rechazado por los suyos. Porque al final, le arrojaron fuera de la ciudad y le llevaron a un barranco del monte sobre el cual estaba edificada la ciudad con intención de despeñarle.
No solo para los nazarenos; para todos resulta difícil olvidar la idea que tenemos de Dios para aceptar la de Jesús. Si nosotros asociamos a Dios con lo grandioso y lo extraordinario, Jesús asocia a Dios con lo pequeño y lo insignificante.
Jesús ofrece vista a los ciegos y libertad a los oprimidos, y proclama el año de gracia del Señor. Ofrece algo que supera todo lo que el ser humano puede soñar. Y Él mismo se presenta como garantía de que todo eso sucederá.
Los habitantes de Nazaret rechazan a Jesús porque encuentran su mensaje quimérico. Los creyentes aceptamos su mensaje porque creemos en su persona: Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios (Jn 6, 69). Hacemos nuestro ese mensaje, también ante quienes se profesan católicos pero tienen otro Evangelio. Porque también hoy, como en tiempos de Pablo, algunos os están turbando para reformar la Buena Noticia del Mesías (Gal 1, 7).
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