Padre, quiero que los que me confiaste estén conmigo, donde yo estoy, para que contemplen mi gloria.
Jesús no satisface curiosidades dándonos pistas sobre cómo será la vida después de la muerte. Nos transmite, sí, la certeza de una vida de plenitud, de unión con Él. En varias parábolas la presenta como un gran banquete. También san Pablo, como hemos escuchado en la primera lectura, reafirma esa certeza diciéndonos: Ni muerte ni vida podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor.
Este día en que celebramos a todos los fieles difuntos debe servir para vivir con mayor intensidad la presencia de quienes hemos conocido y querido, y que han ido por delante de nosotros. Si así hacemos, experimentaremos cómo la vivencia intensa de esa presencia inyecta frescura y lozanía en nuestro diario vivir; nunca nos sentiremos solos.
Puedo vivir la muerte, la mía o la de mis seres queridos, de distintas maneras; puedo sufrirla angustiosamente, o puedo celebrarla gozosamente. ¿O quizá es posible vivir los dos extremos a la vez, ya que fe y sentimiento conviven en el mismo corazón?
Los creyentes sabemos, como Pablo, de quién nos hemos fiado (1 Tim 1, 12). Sabemos que la muerte es el acto definitivo de abandono en las manos del Padre. Sabemos que Jesús, como dijo a Marta de Betania, es la resurrección, y que, creyendo en Él, aunque hayamos muerto, viviremos (Jn 11, 25). Sabemos que Él ha ido por delante de nosotros para prepararnos un lugar y que, cuando lo haya preparado, volverá para llevarnos con Él (Jn 14, 3). Entretanto esperamos tranquilos el momento del encuentro, el momento de la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo.
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