Jesús, que lo tiene tan claro, intenta tranquilizar a los discípulos diciéndoles que no tienen nada que temer, y que todo está bien, y que todo estará muy bien. Que sí, que se va, pero que volverá para llevárselos consigo adonde Él está: Adonde yo voy ya sabéis el camino.
Los discípulos no lo tienen tan claro. El analítico Tomás muestra su perplejidad: Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino? Y Jesús: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. A Tomás le va a costar ceder a la fe el puesto que en él ocupa la razón. La Verdad no puede ser atrapada por la razón; es la Verdad la que atrapa a la razón por la fe. Un autor actual escribe: La Verdad que nos acompañará a abrazar la Vida aflora en ese Camino.
Tampoco el bueno de Felipe lo tiene claro: Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Y Jesús: ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre.
¿No es demasiado pedir el que debamos aceptar que estamos viendo y oyendo a Dios cuando estamos viendo y oyendo al hijo del carpintero de Nazaret? Es algo inaceptable para razones y sentidos comunes humanos. De hecho, Él mismo lo dice: Nadie puede venir a mí si no se lo concede el Padre (Jn 6, 65).
¡Tanto tiempo hace que estoy con vosotros! Es una amonestación válida también para nosotros; especialmente los cristianos de nacimiento que no hemos madurado o personalizado la fe. ¿Quizá nuestro venerable pasado continúa siendo un impedimento para un mejor conocimiento de Jesús?
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