¿Con qué autoridad haces eso? ¿Quién te ha dado tal autoridad para hacerlo?
No pertenece a la casta sacerdotal; tampoco forma parte del colectivo de los escribas y fariseos. La ley está de parte de quienes le echan en cara su proceder expulsando a los vendedores del templo.
Jesús se encuentra en un gran aprieto. ¿Puede responder diciendo que su autoridad es la autoridad del Hijo de Dios? Complicaría más las cosas. Sería acusado de blasfemo. Y ahora sería la razón la que estaría de parte de sus acusadores. Bien dice el Papa Francisco que lo que escandaliza de Jesús es su naturaleza de Dios encarnado. Y, como a Él, también a nosotros nos tienden trampas en la vida. Lo que escandaliza de la Iglesia es el misterio de la encarnación del Verbo.
Los acusadores de Jesús son legalistas. El legalista tiene corazón de piedra: duro, frío, distante, orgulloso. El legalista se imagina ser algo, no siendo nada; se engaña a sí mismo (Gal 6, 3). El legalista está equivocadamente convencido de la rectitud de sus ideas y actitudes. El legalista puede creer que hace un servicio a Dios haciendo daño a sus prójimos; en nombre, naturalmente, de la verdad. El legalista no siente necesidad de un salvador porque se cree capaz de salvarse a sí mismo guardando la ley.
Ante estos señores tan legalmente correctos es saludable preguntarme si no peco yo también de lo mismo. Preguntarme, sobre todo, si dispongo de los dos antídotos que me inmunizan ante semejante error: humildad y caridad. La humildad, que me impide vivir en la autoreferencialidad; y la caridad, que me empuja a vivir orientado hacia el bienestar de mis prójimos.
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