Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.
El Evangelio nos muestra la crisis de Tomás para decirnos que no debemos temer las crisis de la vida y de la fe. Las crisis no son un pecado, son un camino, no debemos temerlas. Muchas veces nos hacen humildes, porque nos despojan de la idea de tener razón, de ser mejores que los demás. Las crisis nos ayudan a reconocer que estamos necesitados; despiertan nuestra necesidad de Dios y nos permiten así volver al Señor, tocar sus heridas, volver a experimentar su amor (Papa Francisco).
En Tomás se dan la mano orgullo e incredulidad. Poniéndose por encima de sus compañeros se ha alejado del Señor. Jesús reprueba en público su altivez, pero lo hace de manera tan delicada que lo que comienza como amarga humillación acaba en profundo agradecimiento. Es el nacimiento del nuevo Tomás.
Damos gracias al Señor por Tomás y su incredulidad, ya que para nosotros esa incredulidad es más provechosa que la fe de los otros discípulos. Damos gracias al Señor porque en Tomás vemos que para reconocer al Resucitado es necesario ver al Crucificado. Damos gracias al Señor porque el incrédulo Tomás hace algo tan extraordinario como proclamar la divinidad de Jesús habiendo visto solamente su humanidad: Señor mío y Dios mío.
Dichosos los que no han visto y han creído.
Dichosos nosotros cuando creemos sin mediación de prodigios. Dichosos nosotros cuando creemos en el Resucitado desde la realidad del Crucificado. Dichosos nosotros cuando creemos con los dedos introducidos en las heridas propias o las de nuestros prójimos.
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