A partir de entonces, Jesús comenzó a explicar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén, padecer mucho…, sufrir la muerte y al tercer día resucitar.
Lo tenía callado hasta entonces. Pero a partir de la confesión de Pedro Jesús comienza a hablar a los discípulos sobre su muerte y resurrección. Les dice que debe ir a Jerusalén. ¿Debe? ¿Es una obligación? Pero, ¿qué clase de obligación? ¿Es la obligación de satisfacer la deuda del pecado de los humanos? ¡No! Es la obligación que impone el amor; su amor hasta el extremo; el extremo de la cruz. Pedro, naturalmente, no lo entiende: ¡Dios te libre, Señor! No te sucederá tal cosa.
¡Aléjate, Satanás! Quieres hacerme caer. Piensas como los hombres, no como Dios.
La reacción de Jesús ante Pedro es violenta. Se enfrenta de nuevo, como antes en el desierto, a la tentación de un mesianismo glorioso y triunfal; y al Dios de Jesús, al Dios que es Jesús, no se le puede vincular con glorias y triunfos; se le vincula solamente con el amor hasta el extremo.
Quien quiera seguirme que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga.
En la primera lectura hemos escuchado: Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; has sido más fuerte que yo y me has podido. Cuando Dios seduce, el seducido se niega a sí mismo sin esfuerzo alguno; ya no tiene ojos para sí mismo. Como dice Juan de la Cruz, la persona seducida haría agravio a Dios no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad. Como dice Teresa de Lisieux, lo único que hay que hacer es amarle sin mirarse uno a sí mismo y sin examinar demasiado los propios defectos.
Entonces pagará a cada uno según sus obras.
De nuevo Teresa de Lisieux: Me digo a mí misma que en mi caso Dios va a verse en un gran apuro porque yo no tengo obras. Así que no podrá pagarme según mis obras. Pues bien, me pagará según las suyas.
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