Cuando se completaron los días en que iba a ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén.
Su perfecta sintonía con Abbá le hace ver que ha llegado la hora, el momento señalado en todo el plan de Dios para la suprema manifestación de su gloria. Esa hora tendrá lugar en Jerusalén cuando Jesús sea levantado de la tierra y entonces atraiga a todos hacia sí (Jn 12, 32). Su decisión es firme e irrevocable. Así de contundente se nos muestra cuando tiene clara la voluntad del Padre.
Él se volvió y los regañó.
En nombre de su religión, tanto los fanáticos samaritanos como los fervorosos discípulos de Jesús, adoptaron actitudes de intransigencia y de violencia. Son actitudes que se repiten a lo largo de la historia del cristianismo: la cruz en una mano, la espada en la otra. Actitudes que continúan presentes en nuestros días. Por ejemplo, cuando se politiza la religión; o cuando la confrontación prevalece sobre la mansedumbre y la misericordia. La cosa puede llegar hasta el extremo de formar núcleos duros de catolicismo sectario.
Jesús rechaza la confrontación: Se encaminaron hacia otra aldea. Se enfrentará solamente a los que se creen mejores y se muestran intransigentes con otros. Lo suyo es la mansedumbre y la humildad: Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón (Mt 11, 29). Ante el rechazo, Jesús no pierde la serenidad.
Contemplamos a Jesús. Con paso firme camina por delante de los discípulos. Hacia Jerusalén. Hacia la cruz. Es exigente con quienes le seguimos: Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame (Lc 9, 23). Como Él, nosotros exigentes con nosotros mismos; como Él, mansos y humildes de corazón con los demás.
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