Había allí, delante de Él, un hombre hidrópico. Jesús tomó la palabra y preguntó a los doctores de la ley y fariseos: ¿Está permitido sanar en sábado o no? Ellos callaron.
Se repite la historia. Hoy es un hidrópico. Antes fueron un hombre con la mano derecha seca (Lc 6, 6), y una mujer encorvada (Lc 13, 11). Todos ellos son liberados de sus males por Jesús en el día sagrado del sábado, ante la oposición de los sabios doctores de la ley y de los piadosos fariseos. Ellos alegan que la ley prohíbe esa actividad en sábado, tratándose de dolencias que no suponen peligro de muerte. Ellos sacrifican al hombre en el altar de Dios; Jesús, en el altar del hombre, sacrifica a Dios.
Había allí, delante de Él, un hombre hidrópico. Nadie ha intercedido por ese hombre. Podía haberse desentendido del asunto sin buscarse problemas. Pero para Jesús no es posible pasar de largo ante el sufrimiento ajeno. Así debe ser también para sus seguidores. Menos aún, pasar de largo en nombre de Dios.
Ellos callaron. Están superconvencidos de lo legítimo de sus ideas y actitudes y de lo ilegítimo de la actitud de Jesús. Es un momento tenso. En otra circunstancia parecida, Marcos dice que Jesús les miró con ira, apenado por la dureza de su corazón (Mc 3, 5). A este momento tenso de Jesús podemos recurrir cuando nos veamos inmersos en desagradables desencuentros. Jesús no fue entendido ni aceptado; fue rotundamente rechazado. Y no solo por sus enemigos (fariseos y autoridades religiosas), sino también por quienes estaban supuestos a ser sus amigos (discípulos y familiares). Jesús vive los desencuentros del vivir cotidiano como algo que hay que asumir con la mayor serenidad posible.
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