¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos milagros? ¿No es éste el hijo del carpintero?
Es el final del capítulo 13 del Evangelio de Mateo, el capítulo de las parábolas. En algunas de ellas, como la del sembrador o la de la cizaña, Jesús nos habla de un reinado de Dios complicado, conflictivo incluso. Ahora las complicaciones y los conflictos los vemos en vivo: Jesús es rechazado por sus propios paisanos. Y esto no es sino el preludio del rechazo final de las autoridades religiosas y de todo el pueblo judío.
Los de su pueblo de Nazaret le conocen de toda la vida. Le admiran y le aprecian. Le reconocen sabiduría y milagros. Pero de ahí a aceptar que el hijo del carpintero sea el Mesías esperado va un gran trecho. El Mesías esperado no puede ser un don nadie; debe ser alguien de alcurnia: Y no quisieron hacerle caso.
¿No nos pasa algo parecido a nosotros, los nacidos cristianos, los cristianos de toda la vida? Creemos conocerle bien y creemos saberlo todo sobre Él. Y así es cómo nuestra vida cristiana quizá se parece más a la de un funcionario que a la de un enamorado. ¿No somos buenos en prácticas religiosas y malos en vivencias de amistad?
La amarga experiencia de Jesús en Nazaret nos invita a dos cosas. Primero, a desechar cualquier sombra de seguridad presuntuosa en nuestra conciencia de cristianos. Segundo, a aprender a asumir las incomprensiones y los sinsabores de la convivencia. La confianza plena de Jesús en el Padre le lleva a ponerlo todo en sus manos, sin dar demasiadas vueltas al asunto. Se marchó triste del pueblo que le había visto crecer: No hizo allí muchos milagros, porque les faltaba fe.
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