Obrad, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para vida eterna.
Fe y esperanza son dos caras de la misma moneda. Una moneda que es el tesoro escondido o la perla preciosa, que consiste en tener puesta nuestra confianza en Dios, fuera de nosotros mismos. Esa confianza que, aplicada al hoy, se llama fe; esa confianza que, aplicada al mañana, se llama esperanza. Por eso que el verdadero creyente vive con sus manos bien ocupadas en el hoy, mientras tiene sus ojos puestos en el mañana.
Le preguntaron: ¿Qué tenemos que hacer para trabajar en las obras de Dios? Jesús les contestó: La obra de Dios consiste en que creáis a Aquél que Él envió.
La gente sigue a Jesús entusiasmada; acaban de ser testigos del milagro de la multiplicación de los panes y los peces. Pero es un seguimiento superficial, por interesado. Jesús les anima a pensar en un pan superior al que satisface el estómago. Ellos quieren saber qué hay que hacer para encontrar el alimento que sacia definitivamente.
Yo soy el pan de la vida: el que acude a mí no pasará hambre, el que cree en mí no pasará nunca sed.
Quienes aquel día escucharon a Jesús, no le entendieron. Es más, sus palabras les escandalizaron; tanto que mayoría de ellos se marcharon: Muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con Él (Jn 6, 66).
Nosotros no nos marchamos. Al contrario, nos acercamos con frecuencia a recibir la Eucaristía muy devotamente. Pero, ¿estamos seguros de haberle entendido? Porque, aunque creamos que sí le hemos entendido, no le entenderemos mientras nuestras comuniones sean actos intimistas de devoción que no producen los frutos que Él busca en nosotros: los frutos del amor a los prójimos. Y nunca acabaremos de entenderle mientras no pongamos junto al pan de la Eucaristía el pan del Evangelio.
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