El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido para que dé la Buena Noticia a los pobres.
Es sábado. Estamos en la sinagoga de Nazaret. Jesús se pone en pie para hacer lo más importante de la liturgia judía: la lectura de la Escritura. Imaginamos que guarda un breve y reverente silencio antes y después de la lectura. Todos tenían los ojos fijos en Él. No ha preparado un discursito para un momento tan especial, con tantas expectativas por parte de sus paisanos. Las palabras le brotan a partir de la Palabra leída; la Palabra que ilumina los momentos clave de su vida y siempre lleva en el corazón y en los labios.
¿Cometeríamos una temeridad apropiándonos y haciendo nuestras las palabras de Jesús? No; en absoluto. Porque también nosotros hemos sido ungidos. Y porque: Os aseguro que el que crea en mí hará él también las obras que yo hago, y hará mayores aún (Jn 14, 12). Pero, ¿cómo llenarnos del Espíritu? Respuesta sencilla: escuchando, rumiando, orando la Palabra.
Hoy, en presencia vuestra, se ha cumplido este pasaje de la Escritura.
Hoy. Así se lo dijo el ángel a los pastores en Belén: Hoy os ha nacido el Salvador. Así lo cantamos en la Pascua de Resurrección: Este es el día que hizo el Señor. La salvación que Jesús trae a la humanidad entera se hace explícita y se pone de manifiesto en nosotros los creyentes. Pero, ¡atención!, porque podríamos ser como aquellos nazarenos que pensaban que conocían y querían a Jesús, pero que no aceptaron su mensaje porque les parecía pedante y excesivo: Al oírlo, todos en la sinagoga se indignaron. Los extraños y paganos pueden ser más receptivos que los cercanos y piadosos.
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